viernes, abril 13, 2007

El grito de Ernestina

Peritos de la PGJ de Veracruz exhumaron
el cuerpo de la indígena Ernestina Ascencio Rosario,
ayer en el municipio de Soledad Atzompa,
en la zona centro de Veracruz. Foto La Jornada


Somos una comunidad que necesita de todos sus elementos para subsistir, un grupo de individuos que nos identificamos por medio de un solo símbolo, un idioma y una serie ce costumbres y tradiciones que nos hacen ser mexicanos.
Con nuestras particulares diferencias regionales, hay un eje común que hemos aceptado tácitamente para dar la cara al mundo.
Más aún, la Constitución política que todavía nos rige, lo consigna y consagra en su artículo primero, dándonos a todos quienes nacimos en México la igualdad ante las leyes; es decir, todos los mexicanos tenemos los mismos derechos y obligaciones, nadie puede ser esclavo de nadie y, sin importar la región donde se viva, ni el color de la piel, ni la estatura, ni la raza ni cuanto dinero se tiene, tenemos los mismos derechos y obligaciones.
Esa es la teoría que nos convierte ante los ojos del mundo entero como una nación moderna e increíble que tengamos ese ordenamiento tan bonito.
Pero hay quienes suponen que son diferentes, más por sus propiedades que por su idiosincrasia y llegan a ignorar que todos somos iguales ante los ojos de Dios. Hay quienes creen que tienen derechos sobre los demás y aprovechan la fuerza para arrebatar, golpear, violar, despojar, robar, herir…
Sin embargo, gracias al desarrollo de los centros urbanos, damos muestra del progreso que estamos logrando, las grandes ciudades van concentrando poco a poco mucha de la riqueza que se genera y se ha creado una gran competencia entre ciudadanos y organizaciones de diferentes urbes y, en algunos casos la ley del más fuerte hace acto de presencia y vamos viendo como se absorben a centros de población enteros.
En medio de ese concurso, dejamos de lado a otros mexicanos que viven de manera más dispersa, los hemos llamado campesinos, como una forma peyorativa de diferenciar entre el citadino, educado y con más accesos a servicios y las personas que tienen que habitar fuera de las ciudades. Éstas se han convertido más en una forma de estatus social contra la sencilla forma de vivir de aquellos quienes conviven más con la naturaleza, pero los marginamos, los ignoramos y algunos hasta llegan a suponer que con ellos se puede hacer lo que sea, hasta matarlos…
Entonces, cuando eso sucede, los encargados de hacer valer aquella ley de la que hablamos y que nos pone a todos en igualdad de circunstancias, sufren, sudan y se deshacen en declaraciones que a nadie convencen.
¿Quiénes son los culpables de que esto suceda? Todos. El habitante de la ciudad por enrolarse en un ritmo de vida lleno de egoísmos, compitiendo por tener, comprar, parecer, simular.
Las autoridades por darle más valor a las influencias, a los logotipos, al poder y sacan a relucir la ley para defender al poderoso y esconden la misma ley para sepultar las atrocidades cometidas contra los campesinos.
Campesino, un término que ya se convirtió en sinónimo de pobre pobrísimo, de paria, de jodido.
Luego se asustan cuando ven que ese pobre jodido es capaz de organizarse, de utilizar formatos rudimentarios de defensa social y los llaman subversivos y de inmediato los colocan al margen de la ley, de esa misma ley que les escamotean para que sigan así de amolados.
Pero cuando un asunto así ya no puede esconderse, cuando alcanza dimensiones de escándalo nacional, esas autoridades son incapaces de ponerse de acuerdo y cada quien por su lado cometen sus disparates quedando mal ante el resto de la ciudadanía que los suponía los mejores en la defensa de los derechos ciudadanos.
Ernestina pasó su vida en el anonimato, en la miseria y la desgracia de pertenecer a un grupo social olvidado a propósito, perdida entra las montañas de la Sierra de Zongolica, vivió lo suficiente para ver morir a los niños de su comunidad de enfermedades que en la ciudades ya habían sido erradicadas, para ver como los militares violaban y mataban a las mujeres de su pueblo, para atestiguar como los hombres de su comunidad eran golpeados y reprimidos por los caciques aliados con los grandes terratenientes, vivió para ver como su pueblo es considerado un ‘foco rojo’ fuente de subversión y peligro para el gobierno.
Hasta que fue asesinada, sus parientes dicen que antes de morir alcanzó a declarar que fue atacada sexualmente por militares y su sola palabra ha puesto en jaque a todas las instancias de gobierno.
Los encargados de la justicia llegaron a pensar que se trataba de un indio muerto más y ya; jamás se imaginaron que la muerte de Ernestina los pusiera en evidencia, de pronto, esa ley que los abogados dicen conocer y defender, se les fue encima a los encargados de vigilar que se aplique igual para todos.
Pero aquí se llegó a suponer que hay dos leyes, una que aplican el Ministerio Público en la ciudades y otra que aplica otro MP de segunda para ciudadanos de segunda, como los pobres miserables de la Sierra.
Ernestina tuvo que morir como murieron miles de congéneres suyos para que su grito fuera escuchado en todo el país, para que los ojos de los soberbias instancias federales se volvieran hacia ese lugar donde se puede escoger de qué manera morir: de enfermedades curables pero por falta de médicos, hospitales y medicinas, no se curan, o asesinado por sicarios de caciques o violados o perseguidos por los militares acusados de guerrilleros.
Hoy, la imagen de una indígena de la Sierra de Zongolica recorre el país mostrando la parcialidad de las autoridades y golpeando a la envidia que dan nuestras leyes en el extranjero.

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