viernes, junio 29, 2007

Una ruta sin destino


Caminas hacia un horizonte incierto, por una ruta llena de oropel y brillos cegadores, ajena al suelo que pisas, al aire que respiras, a la verdad que te rodea.
Has construido un mundo aparte, lejos de la vida que comenzaste a vivir, lejos de las manos que alguna vez formaron parte de tu mismo cuerpo.
Esa lejanía por donde hoy transitas, va dejando desfiladeros detrás de ti, caminos tortuosos y lastimeros que impiden que los demás puedan seguirte.
Viajarás sin compañía perdiéndote en ese horizonte, esperando encontrar el punto de llegada, la parada final donde la paz y el reposo te consuelen, pero el final del camino no se vislumbra. Entonces te refugias en el mensaje rápido, el recado fugaz que pretende ser una conversación alegre. Entonces dejas escapar tu risa, tu llanto, según el contenido de la charla. Son los extremos que tocas, unes las orillas en el clímax del placer y te dejas llevar por esa intensa sensación de libertad que te negaste desde el principio.
Hoy los vientos te llevan como una hoja abandonada lejos del árbol que le dio cobijo y razón de ser. Los tumbos del aire te azotarán en piedras, lodos y polvos de otros lugares, mientras las raíces mirarán a lo lejos como los golpes que recibas te irán transformando en otra cosa, hasta dejar de ser aquella hoja.
Son diferentes puntos de vista los que observan la metamorfosis, criterios distintos, otros ojos para ver la vida, otros conceptos para entender el paso de los humanos por este mundo; ideas con límites lógicos, entendedoras de una libertad no absoluta, con respeto a las otras libertades para evitar encadenamientos absurdos y una dispersión total.
El libre albedrío es como un camino lleno de bifurcaciones, de rumbos que se ofrecen con una facilidad absoluta y rutas que requieren de una preparación especial. Cada cabeza tiene la libertad de elegir una de ellas y, en muchos de los casos permite un regreso al origen para corregir. Es una nueva oportunidad. Pero en otros, las oportunidades ya no llegan. Entonces las luces se apagan y llega la oscuridad del arrepentimiento tardío, el reconocimiento del error cometido.
Este camino que has elegido te lleva hacia una estrella refulgente, llena de calor que se le fue formando por esfuerzo propio, lo que ahí se cobije estará condenado a ser satélite eterno, un cuerpo frío que requiere de ese calor prestado para poder vivir.
Destino solitario, ermitaño egoísta, fuerza vana que mueve cadenas, que da vida, que abandona, que deja en el camino esculturas a medias, nada concluyente que refuerce su presencia, que haga crecer su imagen, que consolide su luz.
Las sonrisas que nacen una tras otras se van dispersando, quedándose en el camino por donde vas de prisa sin saber por qué. Ansias por terminar, por llegar pronto, por conocer lo que el destino depara, ganas inmensas de comerse la vida en un solo bocado, fastidio por no lograrlo, molestia por no aceptar los límites de la vida, hartazgo por el pequeño mundo que te rodea.
Sin aceptar un andar mesurado, ni reglas establecidas, prefieres lanzar al mundo la imagen de un ser lleno de cualidades que no se pueden demostrar cabalmente, un retrato de papel con un brillo imaginario, puesto en un mundo pequeño, donde todos los ciegos alaban al tuerto, donde los enanos no crecen y bailan festejando un ídolo con pies de barro.
En ese camino que has escogido, donde se generan obstáculos para quien te siga, una enorme cola de simpatizantes van tras de ti, tratando de llegar a tus talones, van respirando el polvo que levantas creyendo en tu verdad como la tabla salvadora. Para muchos de ellos eres el Mesías esperado. Tras de ti sólo ven como se mueven los tacones, mientras en tu rostro, una sonrisa de triunfo se dibuja, las leyes te protegen y te dan permiso de llevar al desfiladero a todos los que han creído en ti.

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